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La temporada de caza menor que acaba de finalizar ha puesto de manifiesto la precariedad extrema que atraviesa esta actividad cinegética. La escasez de perdiz y de liebre tan sólo ha podido ser compensada, en algunos cotos, por el conejo de monte, lo que ha puesto de manifiesto la necesidad de recuperar este prolífico roedor muy abundante hasta la década de los cincuenta.
Las poblaciones de conejo se extendían, a mediados del siglo pasado, por toda la geografía de la Península Ibérica, pese a que constituía uno de los eslabones más bajos de la cadena trófica siendo el principal sustento de rapaces, zorros y felinos. También los cazadores se cobraban la parte del león, pues parecía que la capacidad reproductiva y el grado de adaptación del conejo aseguraban un número de ejemplares suficientes y, en ocasiones, excesivo. Fue precisamente un médico francés, agobiado por el daño que el roedor ejercía en su finca, el que inició el proceso de decadencia que ahora sufre. Sin valorar el enorme daño que, a la larga ha supuesto, introdujo un virus procedente de las variedades brasileñas que en Europa resultó mortal: la mixomatosis.
Con la enfermedad extendiéndose como un reguero de pólvora, transmitida por los insectos, las poblaciones de conejos comenzaron a enfermar y a morir hasta el punto de que, en muchas zonas, la mortandad fue del cien por cien. Inevitablemente algunas poblaciones comenzaron a desarrollar una cierta resistencia al virus que, sin llegar a inmunizarles, les mantenía en niveles aceptables. Entonces llegó una segunda epidemia procedente de medio oriente, la hemorragia vírica EVH. Esta enfermedad, a diferencia de la mixomatosis, no presenta síntomas externos y su periodo de incubación es mucho más corto, por lo que los efectos son, si cabe, mas devastadores.
La pérdida de hasta el noventa por ciento de ejemplares desequilibró de forma inevitable la cadena trófica perjudicando seriamente a las poblaciones de lince ibérico para el que el conejo era su presa por excelencia. También a los zorros y a las rapaces directamente, pero también y de forma indirecta a otras piezas cinegéticas como perdices y liebres que pasaron a sustituir como presas a los infelices roedores.
Un animal muy prolífico
Al margen de evitar el contagio el conejo de monte tan sólo tiene dos necesidades para proliferar: pasto y refugio. El pasto es muy simple, pues consume todo tipo de vegetales, desde las hojas y tallos a las raíces y tubérculos. El refugio lo constituyen las viveras o galerías que él mismo excava en la tierra con un diámetro de 15 cms. y una longitud de dos a tres metros. Prefiere el terreno ondulado y soleado, con suave pendiente para evitar el encharcamiento. No le gusta la humedad y, cuando consume alimento verde, apenas bebe agua. Generación tras generación los conejos van ampliando el vivar construyendo nuevas galerías y marcando el territorio con los clásicos montones de «cagarrutias» que sirven al cazador para detectar su presencia. Una coneja puede proporcionar de tres o cuatro partos al año con una media de cinco o seis gazapos. A los cuatro meses la hembra ya es fértil, pero la madurez no la alcanza hasta los siete u ocho meses con un peso de 900 gramos.
Las poblaciones de conejo de monte conservan una importante jerarquía. Las hembras adultas suelen preparar la paridera en las galerías más profundas, mientras que las jóvenes se ven obligadas a parir en nuevas galerías, de medio metro de longitud, que ellas mismas excavan. Amamantan a la camada una vez al día tapando con tierra la boca de la cueva al abandonarla para alimentarse. Cuando los machos adultos constatan un peligro golpean el suelo con sus patas traseras lo que provoca la huída inmediata hacia el vivar.